martes, julio 11

Siesta nómade - Débora Vázquez


Creo conocer a Débora Vázquez. Si mal recuerdo, en el 2001 asistí a un curso de literatura francesa que la tenía como adjunta, en donde se discutían los monólogos de Julián Sorel, el capítulo de Auerbach sobre la mansión de La Mole y las críticas de Baudelaire hacia el estilo monocorde de Mme. Bovary. Tengo un recuerdo grato de esas clases, sobre todo porque ponían en primer plano las herramientas con las que el trinomio Stendhal Balzac Flaubert construía sus sólidas murallas (léase, para algunos, sus insoportables bodoques). La grosera autorreferencia de este comienzo merece ser disculpada, creo, porque las preguntas que me hacía entonces sobre la manera en la que un escritor debía –o podía- reinventar la realidad en un texto son las preguntas que todavía conservo hoy, cuando me cruzo con “Siesta nómade” y decido empezar un comentario.

¿Es un libro de relatos? Sí en el sentido amplio del término: hay cosas que suceden y son contadas. No son cuentos, ciertamente, si los juzgaríamos así sentiríamos una leve estafa o un leve desengaño. La contratapa (que nadie firma, como es usual en los libros de Beatriz Viterbo) ofrece dos pistas: “instantáneas”, dice, y dice también “album”. No está mal. Pero hay en cualquiera de estas estampas una vitalidad acelerada que hace incompleto el parecido con la fotografía. Más bien parecen esas reglas de escuela primaria con las que jugábamos cuando éramos chicos, inclinándolas levemente hacia un lado y hacia el otro para observar un movimiento un tanto brusco pero fascinante.

La sintaxis que elige D.V. a veces llega a exasperar, pero cumple su objetivo: no ofrecer una sola línea extra, un solo remanso en donde el lector pueda respirar o regodearse:

“Hace cuarenta minutos que no se acuerda de nada. La percusión late a la altura de las caderas, entre las costillas, en la sien. El presente deja de ser un espejismo. La transpiración la vuelve lúcida. La tarima no es alta pero desde allí todos pueden verla.” (Mens Sana)

La parquedad es un recurso, no una limitación. Esa sucesión sujeto predicado sujeto predicado puede, o bien interesarnos, o bien interesarnos en revolear el libro contra la pared.
Hay otro recurso, sin embargo, que me llamó más la atención. Es difícil de utilizar, porque representa una apuesta fuerte en el “todo” del texto, y se corre el grave peligro de resultar estúpidamente jactancioso. Lo utiliza a menudo Peter Hanke en El peso del mundo y D. V. logra con él los mejores aciertos del libro. Es la equivalencia de dos sintagmas nominales dada por los dos puntos:

...una pera chiquita, redonda: la yema de un huevo al borde de un plato. (La salida de un tren)
O tal vez yo: la incomodidad de estar fuera de casa con una valija demasiado grande. (Siesta nómade)
Olor a pescado a la hora del té: el perfume de la playa. (Siesta nómade)
El cuello alto, los pies discretos: un cisne sin pecas.(Figura de invierno)
Inhalar frunciendo la nariz: un tic viril de actor villano.(Seminarios y jardines)

No sólo el argumento de muchos de los relatos y el título del libro generan la idea de migración, sino en definitiva esa manera de ver las cosas propia de los viajantes: con los ojos bien abiertos, intentando captar todo detalle, pero siempre estableciendo equivalencias con un entorno conocido. Una coincidencia que pretende ser total pero que deja manifiesta, en sus intersticios, la anomalía de lo real. “Victor H.” es prototípico en este punto. La protagonista visita la casa museo del escritor, soporta la cantilena del guía y se distrae con la decoración de la vajilla. Al finalizar:

Me retiro mareada. En la tapa del folleto que nos dieron al entrar leo que la muestra se titula Ver las estrellas. Adela me espera al pie de las escaleras con un grueso volumen de ilustraciones del autor. Desoyendo las haches, los dibujos son monstruosamente bellos. Cuando salimos a la calle tengo hipo.”