domingo, abril 8

“Yo, yo y yo” de Juan Filloy


Hasta en los noticieros se corrió la voz: una organización ya de por sí dudosa (la “Escuela de escritores” de Madrid) propone apadrinar palabras en desuso. El intento es demasiado cándido como para entusiasmarse y demasiado zonzo como para reirse, pero me sorprendió la recepción que tuvo en los medios locales.

Después recordé el deseo de Lugones (“escribir con todas las palabras del diccionario”) y los giros, hoy ridículamente anacrónicos, de toda esta narrativa porteñista que tiene a Castillo y a Asís como irresponsables maestros.

Del lado de enfrente (del lado de la felicidad, del regocijo, del juego rabelaiseano) está Juan Filloy. El Cuenco de Plata , que ya publicó La Purga, Vil & Vil, Gentuza, Karcino y Caterva, se despacha ahora con "Yo, yo y yo: monodiálogos paranoicos", extraño opus que no veía edición desde 1935. Aquí los aprendices madrileños encontrarían (en el hipotético caso de que abreven en aguas tan poco serenas) una cantera de vocablos, un verdadero "diccionario de autoridades" listo para usar.

Filloy wagneriza el lenguaje, lo dilata, lo inflama: las palabras, con él, son móviles y mutantes. El discurso es tumultuoso, pero su barroquismo no es una antigüalla clasista: vive cada palabra, y sus oraciones son estruendos que persisten. Es descaradamente erudito, descarga frases en latín, hebreo o francés sin mediar aclaración o disimulo. Quiere, con violencia, que su discurso zamarree no tanto la mediocridad como la burguesía del lenguaje. Porque Filloy es, a la vez, aristócrata y esbirro. Nunca ese acomodaticio término medio que favorece el aplauso y la inclusión generosa en el canon. De la formación de la lengua eslava hasta las diatribas contra Walt Disney, desde las cavernas de Sudamérica hasta la obra de Dante o Humbolt, la realidad parece inclinar su cabeza frente a Filloy, y adentrarse, rendida, en las fauces de este deglutidor insaciable.

La sonora resultante de tamaña comilona son estos monodiálogos, dignos de un jocoso blasfemador, rara cruza de Gargantúa y León Bloy.

Pero el epíteto exacto lo construye él, al promediar el exordio: Filloy, "el monje solitario de un convento endiablado".